Ildefonso Cerdá: el ingeniero que soñó la ciudad del futuro

Ildefonso Cerdá Suñer (1815-1876). https://es.wikipedia.org/wiki/Ildefonso_Cerd%C3%A1

Ildefonso Cerdá Suñer (en catalán, Ildefons Cerdà i Sunyer) nació el 23 de diciembre de 1815 en el Mas Cerdá de la Garga, una finca familiar situada en Centellas, en la comarca de Osona (Barcelona). Fue el cuarto de los seis hijos del matrimonio Cerdá Suñer —después de José, Ramón y María, y antes de Miguel y Félix—, en una familia con raíces documentadas en la Plana de Vic desde, al menos, 1440, y propietaria del Mas Cerdá desde el siglo XIV. Pese a su ascendencia rural, los Cerdá eran gente de mundo, con mentalidad progresista e intereses comerciales en América, lo que influyó en el espíritu abierto y la fe en el progreso del joven Ildefonso.

Su padre quería que se dedicara a la carrera eclesiástica, así que estudió latín y filosofía en el seminario de Vic, ciudad donde la familia se refugió durante la Guerra de los Agraviados en 1827. Tras enfrentarse a su padre para cambiar su orientación profesional, en 1832 se trasladó a Barcelona, donde comenzó a estudiar arquitectura, matemáticas, náutica y dibujo en la Escuela de la Llotja. Nunca llegó a obtener el título de arquitecto y vivió en condiciones precarias, hasta el punto de tener que solicitar ayuda económica a su madre, mientras que sus hermanos mayores, José y Ramón, disfrutaban de una situación holgada.

En septiembre de 1835 se instaló en Madrid para ingresar en la recientemente fundada Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, en el marco de las reformas políticas de la época. Allí se formó en conocimientos técnicos esenciales para su futura «idea urbanizadora». Tras superar muchas penurias económicas por falta de apoyo familiar, se graduó en 1841 como el sexto de los siete ingenieros de la tercera promoción.

Entre 1841 y 1849 trabajó como ingeniero estatal en distintas provincias —Murcia, Teruel, Tarragona, Valencia, Gerona y, por último, Barcelona—, y colaboró en la construcción de la primera línea ferroviaria española, entre Barcelona y Mataró, entre otros proyectos. Este proyecto despertó en él un gran interés por la máquina de vapor y por los cambios sociales y económicos derivados de la industrialización.

En 1844 falleció su padre y, en los años siguientes, también murieron sus hermanos Ramón (1837) y José (1848), lo que le permitió heredar una importante fortuna. En 1849 abandonó su cargo oficial para dedicarse por completo a su obsesión: la «idea urbanizadora». También liquidó las deudas de su padre con comerciantes de Aiguafreda y heredó el negocio de sombrerería y bonetería de su hermano, que luego disolvió para invertir todos sus recursos en su proyecto de reforma urbana.

El 20 de junio de 1848 se casó con Magdalena Clotilde Bosch y Calmell, hija del banquero José Bosch y Rosa Calmell, con autorización por Real Orden. Tuvieron cuatro hijas: Pepita (1849), Sol (1850), Rosita (1851) y Clotilde (1862); esta última fue fruto de una relación adúltera de su esposa, aunque Cerdá la reconoció como hija suya. La relación conyugal fue difícil y concluyó en separación en 1862.

Desde joven, participó en la Milicia Nacional, primero en Madrid y luego en Barcelona, donde defendió la libertad constitucional durante el alzamiento de 1854. En 1850 fue elegido diputado por Barcelona en las Cortes de Madrid y, durante el Bienio Progresista, fue comandante del batallón de zapadores y regidor del Ayuntamiento de Barcelona. Tras la revolución de 1868, se unió al Partido Republicano Democrático Federal, del que llegó a ser presidente, y fue presidente de la Diputación de Barcelona durante la Primera República. También formó parte de la Junta de Obras del Puerto y apoyó la proclamación del Estado Catalán en 1873. Su defensa de los derechos de las clases trabajadoras le acarreó enemistades, destituciones e incluso prisión.

A mediados del siglo XIX, Barcelona era una ciudad amurallada con una de las mayores densidades de población de Europa y unas condiciones insalubres. Ya en 1841, Pedro Felipe Monlau había publicado su alegato ¡Abajo las murallas!, y durante la década de 1850 se afianzó la idea de derribarlas. La revolución liberal de 1854 y la llegada del capitán general Domingo Dulce condujeron finalmente a la Real Orden del 9 de agosto que autorizaba su demolición.

En este contexto, Cirilo Franquet encargó a Cerdá que realizara el plano topográfico de la ciudad, trabajo que llevó a cabo gratuitamente junto a su hermano Miguel. Este plano fue tan preciso que el ayuntamiento lo utilizó como base para el concurso del ensanche, aunque Cerdá no se presentó. En 1856, Cerdá publicó la Monografía estadística de la clase obrera de Barcelona, un estudio pionero en el que se analizaban las condiciones de vida y trabajo de los obreros teniendo en cuenta factores como la vivienda, la higiene, los salarios y la nutrición. Este estudio se incluyó posteriormente como apéndice en el tercer tomo de su Teoría general de la urbanización (1871).

La Real Orden del 9 de diciembre de 1858 transfirió las competencias urbanísticas del Ministerio de Guerra al de Fomento. El 2 de febrero de 1859, el Gobierno central encargó a Cerdá los estudios para el ensanche, pero el Ayuntamiento organizó su propio concurso y se opuso al proyecto oficial. Pese a las tensiones, el proyecto de Cerdá fue finalmente adoptado.

El Plan de Reforma Interior y Ensanche de Barcelona, también conocido como Plan Cerdá, proponía una cuadrícula regular con calles anchas, manzanas de 113 metros con patios interiores y chaflanes para facilitar la entrada de luz, ventilación y circulación. El plan incluía zonas verdes, equipamientos públicos y una red ferroviaria, con el objetivo de crear una ciudad saludable, equitativa y preparada para el crecimiento futuro. No obstante, se topó con una fuerte oposición por parte de la burguesía, los arquitectos y el propio Ayuntamiento, que incluso se negó a ponerle su nombre a una calle del Ensanche.

En 1867 publicó su obra más importante, Teoría General de la Urbanización, un tratado que no solo sistematizaba su proyecto técnico, sino que también incluía un detallado análisis de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Esta obra lo convirtió en uno de los fundadores del urbanismo moderno y en un visionario, ya que anticipó preocupaciones propias de la sociología urbana contemporánea y llegó incluso a prever el impacto futuro del automóvil y los ferrocarriles subterráneos.

Los últimos años de su vida estuvieron marcados por la ruina económica, la enfermedad y el olvido. El Estado y el Ayuntamiento nunca le pagaron los honorarios prometidos y las campañas en su contra lo dejaron sin recursos. Enfermo y semiarruinado, se trasladó al balneario de Las Caldas de Besaya (Cantabria), donde murió el 21 de agosto de 1876. El 23 de agosto, el periódico La Imprenta publicó una necrológica que resumía su destino con amarga ironía: «Era liberal y tenía talento, dos circunstancias que en España perjudican y suelen crear muchos enemigos».

Su legado no comenzó a ser reconocido hasta un siglo después. En mayo de 1970, coincidiendo con la reimpresión de su Teoría general de la urbanización y gracias a las gestiones del Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña y Baleares, sus restos fueron trasladados al cementerio de Montjuïc, en Barcelona. Su lápida reproduce la cuadrícula del Ensanche, símbolo de su proyecto visionario. Hoy en día, su plan sigue siendo la base de la Barcelona moderna y su figura es considerada imprescindible para entender el urbanismo contemporáneo.

Hombre polifacético —ingeniero, urbanista, jurista, economista y político—, Cerdá no fue un triunfador: se centró meticulosamente en su trabajo, tuvo problemas familiares, su proyecto de ensanche nunca fue bien recibido por las autoridades locales y acabó arruinado. Tuvieron que pasar cien años para que se reconociera su legado como uno de los fundadores del urbanismo moderno.